
Vivimos un tiempo en que las grandes disputas políticas ya no giran principalmente en torno al ingreso, la clase o la propiedad, sino a la identidad. Como si presenciáramos —y protagonizáramos— una mutación: de la lucha por la distribución a la lucha por el reconocimiento. En este nuevo escenario, conceptos como nación, raza, género, lengua o religión ya no son solo categorías culturales o sociológicas, sino trincheras de sentido. La política se ha vuelto —para bien o para mal— una batalla simbólica.
La filósofa Nancy Fraser propone que no debemos oponer redistribución y reconocimiento, sino entender cómo se entrelazan. Pero en contextos como el de Estados Unidos, la dimensión identitaria ha cobrado un peso estructurante: en el discurso público, en la política de los afectos y en la manera en que los cuerpos son aceptados o expulsados. Como sugiere Judith Butler, la legibilidad del sujeto ante el Estado es hoy un campo de disputa.
¿Quién merece estar aquí? ¿Quién forma parte legítima del “nosotros”?

Desde esta perspectiva, las recientes protestas ante redadas migratorias revelan algo profundo. Las banderas mexicanas no son un gesto de nostalgia, sino de afirmación política:
“Soy mexicano, y por eso mismo no puedes borrarme.”
En plena ola de redadas, discursos antiinmigrantes y retórica electoral, miles de personas mexicanas en EE.UU. marchan, protestan, escriben, se organizan. Y lo hacen, muchas veces, con la bandera mexicana en alto. No como símbolo de regreso, sino como estandarte de permanencia. No como nostalgia, sino como acto político.
Esto puede parecer contradictorio: ¿por qué enarbolar la mexicanidad si no se quiere —o no se puede— volver? Porque este nacionalismo no mira a México, sino al modo en que se afirma el derecho a permanecer en EE.UU.
Decirse mexicano, latino o latine no es un gesto esencialista, sino una estrategia de resistencia frente a un sistema que quiere expulsarte.
Es un nacionalismo en clave estadounidense: más performativo que patriótico, más identitario que afectivo, más de derechos que de pertenencia emocional.
Una y otra vez se escucha el mismo mensaje:
“No me quiero ir.”
“No quiero volver a México.”
Y no porque se haya negado el origen, sino porque la realidad material —violencia, precariedad, desarraigo— hace indeseable el regreso. En lugar de negarlo, se convierte en arma política. Porque en una sociedad que te define como “otro”, la afirmación de ese “otro” es el primer paso para exigir igualdad.
La bandera mexicana, al frente de las movilizaciones, no es un gesto ingenuo, sino un acto de apropiación:
“Sí, soy mexicano. Y por eso mismo no soy desechable.”

Este nacionalismo como resistencia no busca volver al pasado, sino sobrevivir el presente. Forma parte de una larga historia de cómo las identidades se resignifican en el exilio, la diáspora, la frontera.
Como decía Gloria Anzaldúa, la frontera no es una línea geográfica, sino un estado del alma. Un lugar que se cruza todos los días sin moverse. En ese espacio liminal, la nacionalidad no es solo lo que uno es, sino lo que uno está obligado a recordar para seguir siendo.
