En una pequeña comunidad maya del sureste mexicano, donde el canto de los pájaros se mezclaba con el murmullo del viento entre las ceibas, trabajó Rosa María. Era una mujer de mirada firme y voz serena que, durante 40 años, caminó caminos a veces imposibles, si hacía falta, por los senderos de tierra para llegar a su escuelita de paredes desgastadas pero corazones inmensos.

A Rosa María la llamaban “maestra semilla”. No solo porque enseñaba a leer y escribir, sino porque sembraba dignidad, echaba raíces y cultivaba conciencia. Cada palabra que pronunciaba en su aula era una declaración silenciosa de resistencia frente a las barreras sociales que mantienen a muchos pueblos en el olvido.
En su comunidad, como en muchas otras regiones del país, la violencia no siempre llega con armas, pero sí con silencios, ausencias y abandono. La violencia estructural se manifiesta en las escuelas sin luz ni agua, en los libros que llegan tarde y en los planes educativos que no reconocen ni respetan la cosmovisión indígena. Se expresa en el desprecio hacia la lengua materna, en la constante marginación de las niñas y en la invisibilidad de los docentes rurales.

De acuerdo con datos del CONEVAL, 6.4 millones de niños y adolescentes no asisten a la escuela, lo que representa el 18% de la población entre 3 y 18 años. De estos, la mitad pertenece a grupos vulnerados, como comunidades indígenas, personas con discapacidad, población rural y afrodescendiente.
En México, nueve de cada 10 estudiantes que inician la primaria logran llegar a la secundaria, pero la proporción se reduce a siete entre estudiantes de habla indígena y a seis entre jóvenes con discapacidad.
Rosa María fue testigo de cómo sus alumnos crecían rodeados de barreras que intentan truncar sus sueños desde temprano: matrimonios forzados, migración obligada, falta de servicios básicos y racismo cotidiano. Y, sin embargo, cada mañana volvía a la escuela con la esperanza intacta, sabiendo que defender el derecho a la educación es defender todos los derechos humanos a la vez.

Educar, para ella, era un acto de justicia. Su aula no solo era un espacio de enseñanza, sino también de protección. Allí, los niños podían hablar su lengua sin ser corregidos. Las niñas podían leer cuentos donde las protagonistas se parecían a ellas. Los jóvenes podían reflexionar sobre su identidad, su historia y su dignidad.
Rosa María no solo enseñaba materias; enseñaba que no están solos, que su historia vale y que sus vidas importan.
En un país donde, muchas veces, ser indígena implica empezar desde atrás, ella convirtió cada clase en una herramienta de saberes. Enseñó con el corazón, pero también con firmeza, porque sabía que la justicia social no llega si no se cuestionan las estructuras que han sostenido la desigualdad por siglos.
Este 15 de mayo, celebro la vocación docente de millones de maestros semilla, pero más que eso, celebro la resistencia. Celebro la pedagogía que sana, que defiende, que transforma. Celebro a las maestras semilla como mi abuela Rosa María.
Porque sembrar educación en territorios olvidados es sembrar justicia. Y las semillas que siembran hoy las maestras como mi abuela serán, mañana, los frutos de una sociedad más libre, más justa y verdaderamente incluyente.
