Estados Unidos es un país construido por migrantes. Asiáticos, europeos, mexicanos y latinoamericanos dieron forma al ideal del melting pot: una forma de convivencia que absorbía costumbres ajenas para volverlas propias. No hablamos solo del Taco Tuesday o de transformar la pizza italiana en estilo Chicago, sino de una ética del trabajo incansable, de quienes llegaban con la esperanza de cumplir el sueño americano. Personas orgullosas de la tierra que dejaron atrás, aunque no quisieran volver.

La primera generación migró empujada por la violencia, la pobreza y la falta de oportunidades, buscando una vida mejor para sus hijas e hijos. Una segunda generación que, en muchos casos, olvidó su idioma de origen para mezclarse lo mejor posible. La amenaza de perder lo ganado con tanto esfuerzo los empujó a hacer todo por pertenecer.
En esa generación están los dreamers: jóvenes nacidos en Estados Unidos, pero criados en hogares donde la amenaza de separación era constante. A pesar del miedo, estudiaron, trabajaron y construyeron comunidad. De ellos también nació una tercera generación, que intentó recuperar su lengua materna, hablar con sus abuelos y enaltecer sus raíces.

Aunque viven en la sombra de la legalidad, los migrantes siempre pagaron impuestos. Para Estados Unidos, son un negocio rentable: consumen, tributan y aceptan salarios bajos por no tener papeles, mientras sus derechos son sistemáticamente vulnerados.
Hoy, sus derechos humanos están más amenazados que nunca por leyes antiinmigrantes impulsadas por la reciente administración. La agencia ICE realiza redadas en espacios públicos, escuelas y centros de trabajo. Pero la ciudadanía ha respondido: en Los Ángeles, las protestas se volvieron multitudinarias, y el presidente envió fuerzas federales, la Guardia Nacional y más de 700 marines, desafiando la autoridad local.
En un país con un federalismo tan fuerte, fue una provocación grave. El gobernador Gavin Newsom y la alcaldesa Karen Bass rechazaron la intervención y declararon toque de queda en el centro de la ciudad.
Esto dio visibilidad internacional a dos figuras demócratas hasta entonces locales y reactivó políticamente al partido. Mientras tanto, Trump organizaba un desfile militar por su cumpleaños, pero la movilización “No Kings”, que denunció el autoritarismo presidencial, opacó el evento.

Al día siguiente, los conflictos entre Israel, Palestina e Irán escalaron. Trump decidió regresar a Washington antes de terminar la cumbre del G7 (donde se reuniría con Claudia Sheinbaum) para atender este problema. Tanto interna como externamente, las tensiones se sienten.
La democracia en América y el equilibrio internacional están en riesgo. Una vez más, la responsabilidad cae en la sociedad civil: quienes protestan, quienes defienden Gaza, quienes protegen a los migrantes y resisten desde su cultura.
Ahí está la esperanza: en que aún no hemos visto en vivo el final del libro Cómo mueren las democracias (Levitsky y Ziblatt, 2018).
