La semana pasada leí un artículo y tomé una clase sobre El arte de amargarse la vida, de Paul Watzlawick, y me dejó profundamente conmovida por la forma tan clara y directa en la que nos invita a observar cómo muchas veces contribuimos a nuestra propia infelicidad.

Una de sus frases que más me resonó dice:
“A veces no hace falta que algo grave ocurra para vivir con malestar. Basta con insistir en que todo sea como uno quiere, cuando uno quiere. Como si la vida pudiera obedecernos.”
Esto me hizo pensar: ¿cuántas veces el sufrimiento comienza no por lo que sucede, sino por cómo creemos que debería ser? Y, al no ser como lo esperamos, nos sumimos en el dolor, el malestar y la angustia.
Vivimos en una época en la que la ansiedad se ha vuelto casi cotidiana. ¿Por qué? Porque tememos un futuro incierto, y nuestra mente se llena de escenarios catastróficos. Pensar en el futuro no es malo en sí, pero cuando lo imaginamos siempre de forma negativa, terminamos atrapados en una preocupación constante… y, si no lo detenemos a tiempo, incluso puede convertirse en pánico.
Hay factores sociales que contribuyen a nuestra falta de felicidad: la inseguridad, el desempleo, la preocupación por nuestras familias, la economía, las expectativas externas. Pero también hay algo más profundo: nuestras creencias. Y como sugiere Watzlawick, a veces decidimos sufrir. No porque lo queramos conscientemente, sino porque, paradójicamente, nos resulta más fácil seguir sufriendo que hacer el esfuerzo de buscar una salida.
Quizá esta creencia viene de muy atrás. En la época de mi abuela, a principios de 1900, cuanto más abnegada y sufrida era una mujer, más se le admiraba. Era común escuchar frases como: “Pobre mujer, tan sacrificada… es una buena mujer”. ¿Será que ese reconocimiento al sufrimiento quedó grabado en lo más profundo de nuestro inconsciente colectivo? No lo sé con certeza, pero aún hoy existen muchas mujeres que, por distintas razones, continúan eligiendo —consciente o inconscientemente— permanecer en el dolor. A veces por las circunstancias, otras por las adversidades, pero muchas porque no se sienten capaces de vivir de otra forma.

Y aquí surge una idea importante: tal vez no solo heredamos la creencia de que sufrir es una virtud, sino que también nos escudamos en ella porque enfrentarlo todo nos parece demasiado. Decimos: “Así me tocó vivir”, “esto es lo que hay”, “no hay otra forma”. Y así, sin darnos cuenta, terminamos asumiendo un rol que, aunque doloroso, nos resulta familiar y socialmente aceptado. Es más fácil mostrarnos como vulnerables que asumir el reto de construir una vida diferente, con todo lo que eso implica: esfuerzo, incertidumbre, decisión.
Pero, ¿y si nos atreviéramos a pensar que sí hay otra forma? Que merecemos algo distinto y podemos elegirlo, aunque cueste. Recordemos algo esencial: el dolor es una emoción primaria. Pero el sufrimiento es una decisión.
A continuación, te comparto algunos obstáculos que podrían impedirnos alcanzar la felicidad, desde la perspectiva de Watzlawick:
¿Te ha pasado que piensas: “esto ya no tiene solución”? Ese pensamiento funciona como una condena. Cuando creemos que no hay salida, dejamos de buscarla. Nos cerramos como esa abeja que, al intentar salir por una sola ventana, no ve que hay muchas otras abiertas a su alrededor.
Entonces, ¿cómo ver nuevas salidas? Lo primero es cuestionar la creencia: ¿realmente no hay solución o estoy convencido de que no la hay? Hablar con otras personas puede ayudarnos a ver desde otra perspectiva. Confiar, identificar los pensamientos negativos, detenernos un momento y observar lo que estamos pensando. Una mala experiencia no define tu vida. Aprende a ver los matices. Date la oportunidad de mirar más allá.
Otro obstáculo común es quedarnos atrapados en el pasado: cuando éramos niños, cuando teníamos pareja, cuando nuestra economía era mejor… Nos aferramos a lo que ya no está y dejamos pasar las oportunidades del presente.

Miremos el ahora. Agradece lo que sí tienes en este momento. Puede que descubras que hay más de lo que imaginas.
Además, dejemos de exigirnos tanto con los “debería”: “Debería hacer esto”, “debería ser mejor”. Y comencemos a decirnos: “Me gustaría hacer esto”, “me gustaría mejorar en esto otro”. Ese simple cambio de palabras nos da libertad y reduce la frustración. Actúa con lo que tienes hoy. No esperes soluciones perfectas. El cambio no nace de una fórmula mágica, sino del presente.
Como bien dice Watzlawick:
“No se trata de buscar la felicidad afuera, sino de dejar de interferir con ella desde adentro.”
Watzlawick no nos invita a buscar la felicidad como una meta lejana, sino que propone algo más provocador y profundo: dejar de impedirla. Lo hace alentándonos a ser más empáticos, auténticos, tolerantes y confiados.
Entonces me pregunto, y te pregunto: ¿Crees que ese cambio interior podría acercarnos más a la felicidad que tanto anhelamos? Quizá la respuesta no esté en seguir buscándola afuera, sino en comenzar a permitirla desde dentro.
