“Nada nos engaña más que nuestro propio juicio.”
— Leonardo da Vinci
Es normal que los seres humanos juzguemos a partir de nuestra percepción; por eso debemos tener mucho cuidado y recordar que no todo lo que vemos es la realidad.
Esta semana, platicando con un señor que cuida los carros en el estacionamiento de una farmacia, lo saludé y le pregunté por su hijo, a quien hacía meses que no veía ahí, pues solía ayudarle en su trabajo. El señor me contó que su hijo ahora solo va por las tardes y noches porque está estudiando la carrera de Arquitectura en línea y necesita dedicarle tiempo.

Luego me compartió una anécdota.
Un día, su hijo estaba sentado a la entrada del estacionamiento, tomando el sol con los ojos cerrados. En ese momento llegó un supervisor, lo vio así y subió a hablar con el gerente para informarle que “el muchacho estaba de flojo”. Cuando bajó, lo puso a trabajar barriendo el doble de lo que normalmente le correspondía.
Con este ejemplo me gustaría invitarte a reflexionar sobre nuestros prejuicios, a detenernos unos segundos y preguntarnos:
¿Qué certeza tengo de lo que estoy viendo?
En este caso, el joven no tenía nada de flojo. Estudiaba, ayudaba a su papá a trabajar y, precisamente ese día, había pasado gran parte de la noche estudiando porque tenía exámenes.
El señor me dijo que, al llegar a casa, su hijo le comentó lo sucedido. Y el padre simplemente le respondió:
“Hijo, no te preocupes. Todo va a estar bien. Lo importante es que termines tu carrera y que triunfes.”
¿Cuántas veces cambiamos la vida de otros por comentarios erróneos, por no detenernos a saludar, escuchar y comprender lo que las personas viven o atraviesan? Al juzgar a primera vista generamos malos entendidos y, en ocasiones, afectamos el rumbo de alguien sin siquiera darnos cuenta.
Immanuel Kant hablaba del “juicio sin reflexión”, base del prejuicio: juzgar sin analizar. Afirmaba que los prejuicios distorsionan la razón y la libertad. Y así podríamos mencionar miles de ejemplos, tanto de las veces en que hemos prejuzgado como de aquellas en que otros nos han prejuzgado.
Sin embargo, reconocer nuestros prejuicios no nos hace débiles; nos vuelve más libres.
Cuando dejamos de reaccionar desde lo aprendido, comenzamos a relacionarnos desde lo auténtico. Así nace la empatía, la comprensión y la posibilidad de crear vínculos más humanos.
Hoy, más que nunca, necesitamos recuperar esos vínculos. Porque lo que nos hace verdaderamente humanos no es la perfección, sino esa mezcla de fuerza y vulnerabilidad, razón y emoción, miedo y valentía. En ese equilibrio imperfecto aparece nuestra humanidad más profunda.
Muchas veces, para mí, es más fácil no juzgar cuando pienso:
¿Y si fuera mi hijo, el mesero o la persona que cuida los carros?
¿Cómo me gustaría que lo trataran?
Ser más empáticos, conectar desde la comprensión, podría regalarnos un mundo mejor del que hoy vivimos.
Quizá lo más valioso de esta historia no es descubrir que nos equivocamos al juzgar, sino reconocer algo más íntimo: cada persona lleva un mundo a cuestas que no conocemos.
Detrás de cada gesto, de cada silencio, de cada mirada perdida, hay una historia que merece ser escuchada antes de ser interpretada. Si nos atreviéramos a mirar más despacio y a preguntar más profundo, descubriríamos que la vida cambia cuando dejamos de ver casos y empezamos a ver personas.
Tal vez la verdadera transformación comienza cuando aceptamos que todos libramos batallas invisibles, y que la empatía no es solo un acto de amabilidad, sino un acto de justicia humana. Porque comprender al otro no solo alivia su vida: también nos libera de la prisión de nuestros propios prejuicios.