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#Opinión

El eco de una Nación que aún sueña

Un Nobel que sacude a Venezuela: María Corina Machado es reconocida por su lucha democrática, incluso desde la clandestinidad.

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Por Marlene Grajeda

“Todos los seres humanos nacimos para ser libres”. —María Corina Machado

En medio del exilio y tras una larga lucha, María Corina Machado fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz por su valiente misión: devolver la democracia a Venezuela. Este miércoles 10 de diciembre, su hija tuvo el honor de recibir en su nombre este importante reconocimiento, símbolo de la perseverancia de la oposición venezolana frente a la represión, las barreras institucionales y, sin duda, del profundo amor de Machado por su país.

Actualmente, Venezuela atraviesa una crisis que toca cada fibra de su vida nacional: política, económica, social e institucional. Según datos de Protección Civil Europea y Human Rights Watch, alrededor del 70 % de la población vive en pobreza, y entre 19 y 20 millones de personas requieren asistencia humanitaria para cubrir necesidades básicas. Además, de acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), más de 7.7 millones de venezolanos han emigrado desde 2014 debido al colapso económico y la represión estatal, en lo que se considera la mayor crisis de desplazamiento forzado en Latinoamérica.

Tras las elecciones de 2024, esta represión se intensificó: detenciones arbitrarias, restricciones a la libertad de expresión y acoso a opositores, manifestantes, defensores de derechos humanos, periodistas y ciudadanos críticos. Todo ello ha profundizado la desconfianza institucional y el deterioro de servicios esenciales como la salud, la alimentación y el acceso al agua.

A lo largo de más de dos décadas, María Corina Machado se ha consolidado como uno de los rostros más firmes de la lucha por la democracia en Venezuela. Desde la creación de la organización ciudadana Súmate, la defensa del voto libre y su labor como diputada —cargo del que fue despojada por denunciar abusos de las autoridades—, hasta la articulación de movimientos opositores pacíficos y la denuncia constante de violaciones a derechos humanos, su liderazgo se ha caracterizado por exigir, sostener y defender la libertad. Por ello, el Comité Nobel reconoció su trayectoria otorgándole el Premio Nobel de la Paz 2025.

Este reconocimiento no solo celebra la valentía de María Corina Machado: también otorga legitimidad internacional al movimiento opositor venezolano frente al autoritarismo. Reafirma ante el mundo que las demandas de libertad, justicia y democracia del pueblo venezolano son válidas y urgentes.

Sin embargo, el peligro persiste. Machado continúa en la clandestinidad debido a la persecución del régimen: un recordatorio de que su causa —y la del país entero— sigue enfrentando enormes riesgos. Su ausencia física en la ceremonia, sustituida por la presencia de su hija, simboliza tanto la dureza del camino como la fuerza de una lucha que no se apaga.

Y nos recuerda, en sus propias palabras, que amar a tu país significa asumir la responsabilidad por su futuro.

Marlene Grajeda es una joven abogada y activista bajacaliforniana comprometida con las causas sociales, egresada de la UABC con especialización en Derechos Humanos y formada en Derecho Parlamentario por la UNAM. Fundadora de Sharing is Caring MXLI, destaca por su vocación de servicio, su espíritu emprendedor y su convicción de generar un impacto positivo en su comunidad.

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Sembrar acuerdos no es cosechar futuro.

El apoyo al maíz apaga el incendio, pero no resuelve el fondo. Sin rentabilidad ni justicia estructural, el campo solo sobrevive. 🌽📉🚜

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El reciente acuerdo entre el gobierno federal y los agricultores logró lo que parecía urgente: apagar el incendio. Tras semanas de bloqueos, el anuncio de un apoyo de 950 pesos por tonelada de maíz para la región del Bajío permitió destrabar el conflicto. Sin embargo, deja una pregunta incómoda sobre la mesa: ¿realmente se está valorando el campo o solo se está comprando tiempo?

Los productores no protestan por gusto; lo hacen porque los números ya no cuadran. El aumento en los costos, la volatilidad de precios y las importaciones han convertido la agricultura en una apuesta de alto riesgo. El acuerdo actual reconoce que el productor absorbe pérdidas estructurales, pero al ser un apoyo limitado y condicionado, privilegia la contención del conflicto por encima de una solución de fondo.

Aquí el debate se vuelve incómodo: el campo sigue siendo tratado como un sector al que se atiende cuando estorba, no como uno estratégico. Se habla de soberanía alimentaria en el discurso, pero en la práctica producir alimentos en México es cada vez menos rentable. ¿Cómo exigir paz social sin certidumbre económica para quien siembra?

Los problemas de fondo —falta de infraestructura, acceso al agua y abandono tecnológico— persisten. Valorar el campo no es otorgar apoyos bajo presión mediática; es garantizar que sea una actividad digna, rentable y sostenible. Esto exige revisar la competencia desigual con productos importados y la burocracia que asfixia a los pequeños productores.

Sería un error confundir estabilidad momentánea con justicia estructural. El campo mexicano necesita un proyecto que reconozca que sin agricultores no hay desarrollo regional ni seguridad alimentaria. Si 2026 ha de ser el año del cambio, debe marcar el inicio de una política que deje de administrar conflictos y comience a cultivar futuro. Porque, como advertencia y no solo como consigna: “Sin maíz, no hay país”.

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El cansancio como clima social

¿Vivimos agotados o solo estamos “en guardia”? 2025: un año donde el cansancio se volvió nuestro clima social. ⛈️🧘🏻‍♀️📉

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El 2025 no fue un año de certezas; fue un año de tensión sostenida. En México y fuera de él, el ánimo colectivo se movió entre la vigilancia constante y el cansancio acumulado. No se vivió con calma ni con expectativa, sino con una sensación persistente de estar siempre reaccionando a algo más grande, más urgente, más ruidoso.

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En el país, el periodo posterior a la elección no trajo la distensión que suele prometerse. Al contrario: dejó una conversación pública crispada, una polarización normalizada y una ciudadanía expuesta a una lógica de confrontación permanente. La participación no desapareció, pero sí se transformó en desgaste. Opinar, informarse y tomar postura empezó a sentirse como una carga cotidiana.

El contexto internacional profundizó esa sensación. Conflictos prolongados, economías presionadas y discursos extremos marcaron el pulso global. Nada de eso fue lejano; todo permeó. Ese clima no se quedó en el espacio público, se filtró en la vida privada: en conversaciones más cortas, en discusiones más ásperas y en una paciencia social limitada.

La incertidumbre dejó de ser un episodio y se convirtió en contexto. Vivir demasiado tiempo en ese estado tiene efectos emocionales claros: defensividad, desconfianza y fatiga. Llegamos a 2026 sin promesas de simplicidad. El escenario apunta a más complejidad y menos consensos.

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Lo que ocurre en el espacio común termina moldeando la forma en que nos relacionamos y cuidamos. No somos individuos aislados; somos una comunidad atravesada por narrativas y silencios compartidos.

Tal vez la lección más clara de 2025 no sea política, sino emocional. Una sociedad que vive a la defensiva normaliza el desgaste. El reto no es exigir entusiasmo, sino reconocer el cansancio acumulado. Una comunidad puede sostener desacuerdos, pero lo que no puede es acostumbrarse a vivir permanentemente en guardia.

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Cerrar el año sin cerrar los ojos

Cerrar el 2025 exige lucidez, no optimismo forzado. ¿Cómo habitar una democracia que cansa, pero que nos necesita despiertas? 👁️✨📝

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Este año confirma que la política dejó de ser solo una disputa institucional y se convirtió, de manera definitiva, en una experiencia emocional, corporal y cotidiana. No se juega únicamente en las urnas, los congresos o los tribunales, sino en la forma en que el poder se administra, la violencia se normaliza y el cansancio democrático se vuelve paisaje. El 2025 no fue un año de certezas; fue un año de fatiga, pero también de preguntas necesarias.

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En América Latina, la democracia mostró sus grietas con crudeza. Procesos electorales marcados por la polarización y el hartazgo ciudadano convivieron con liderazgos que prometen orden a cambio de silencio y estabilidad a cambio de derechos. El voto dejó de ser un acto de esperanza para convertirse, en muchos casos, en un gesto defensivo. No elegimos lo mejor, elegimos lo que parece menos riesgoso. Y eso dice mucho de la época que habitamos.

México no estuvo al margen de esta tensión. El debate público se endureció y la violencia siguió atravesando la vida política y social. La inseguridad no solo se mide en cifras, sino en la manera en que condiciona la participación, la movilidad y la palabra. La democracia, cuando se vive con miedo, deja de sentirse como un derecho y comienza a percibirse como una carga.

Para las mujeres, y particularmente para quienes participan en la vida pública, este contexto no es neutro. La violencia política, el acoso y la exigencia permanente de “resiliencia” se han normalizado peligrosamente. Se nos pide estar, resistir y no incomodar al mismo tiempo. El año cierra recordándonos que la igualdad formal no garantiza condiciones reales para ejercer poder sin costo personal.

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Al mismo tiempo, la violencia no puede analizarse de manera aislada. Este año evidenció que hablar de género sin hablar de trabajo, cuidados y territorio es quedarse en la superficie. Las mujeres indígenas, afromexicanas, con discapacidad y de la diversidad siguen enfrentando las consecuencias de un Estado que llega tarde o no llega.

Frente a este panorama, el cuidado dejó de ser un tema accesorio para convertirse en un derecho humano y una clave política. Pensar la agenda de cuidados es pensar la democracia desde abajo, desde lo que se rompe cuando las instituciones fallan.

Este año también confirmó que la conversación importa. Los espacios de diálogo y los encuentros no son un lujo intelectual, son una forma de resistencia. En tiempos de respuestas fáciles, sostener la complejidad es una postura política.

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Cerrar el año no implica hacer balances triunfalistas. Implica reconocer el cansancio, pero también la lucidez que deja. Implica aceptar que la democracia no se repara solo con reformas, sino con vínculos, afectos y condiciones materiales que permitan participar sin miedo. Implica, sobre todo, no renunciar a la palabra.

El 2025 no nos dio todas las respuestas, pero sí dejó claro que mirar de frente la fragilidad democrática no es pesimismo, es responsabilidad. Y desde esa mirada incómoda pero honesta, es donde vale la pena imaginar lo que viene.

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