La alianza del presidente con el ejército, antes criticado por él, se presenta como una estrategia que usa el dolor de las víctimas con fines políticos, ignorando el compromiso con la justicia.
El silencio ensordecedor de aquellos que alguna vez rugieron con la rabia de un pueblo indignado es el eco amargo de la traición. Las palabras del presidente López Obrador, justificando al ejército, no son más que el reflejo de una realidad política perversa, donde la memoria de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa ha sido reducida a un mero instrumento electoral, un fuego pasajero que fue avivado solo para encender las ambiciones de poder y que, una vez obtenido, fue dejado morir sin miramientos.
“Ayotzinapa ha sido reducida a un mero instrumento electoral”
Los padres de los normalistas, quienes confiaron en la promesa de justicia, han sido traicionados no solo por quien les prometió “tan luego triunfe nuestro movimiento, va a haber justicia”, sino también por una clase política, intelectual y mediática que se ha conformado con los beneficios del poder. Estos actores, quienes alguna vez se levantaron como campeones de la verdad, ahora se esconden en la comodidad de sus nuevos roles, alejados de la causa que juraron defender.
El presidente no actúa en un vacío. Su alianza con el ejército, tan cuestionada, ha sido posibilitada por la complicidad y el silencio de aquellos que alguna vez lo vieron como un transformador y hoy lo saben dotador de poder. Hoy, ese ejército al que tantas veces acusó de ser parte de los episodios más oscuros de la historia de México, se ha convertido en el pilar de su gobierno. Y es aquí donde emerge la pregunta más dolorosa: ¿en qué momento se extravió la ruta? ¿Cuándo dejaron de importar los 43 y muchos episodios más de injusticia?
¿Cuándo dejaron de importar los 43 y muchos episodios más de injusticia?
Los supuestos activistas, esos que marcharon con pancartas y alzaron la voz en plazas públicas, ahora han optado por el silencio, un silencio que no solo es cómplice, sino que también es testigo de una rendición ante las dinámicas del poder. Estos personajes han preferido callar ante las evidencias que sugieren la implicación del ejército que señalaron con contundencia en la desaparición de los estudiantes, optando por no incomodar a un presidente que, en su momento, les prometió verdad y justicia. El pase de lista, el grito de “Fue el Estado”, se ha diluido en la indiferencia de quienes, una vez acomodados en sus nuevos puestos, a la sombra del poder, encontraron que es más fácil callar que seguir luchando, si es que alguna vez lucharon de verdad.
Esos periodistas que antes se ufanaban de su independencia, ahora se doblegan ante la línea editorial del nuevo poder, el que dicen que sí es legítimo para hacer callar. Intelectuales, que antes se presentaban como voces críticas, declararon una amnistía intelectual que durará hasta que el presupuesto o las ambiciones personales lo decidan. Mientras, la justicia se escapa de las manos de aquellos que pagaron con dolor propio y no ajeno. Este silencio, este desinterés, es la verdadera traición a la memoria de los 43.
“Este silencio, este desinterés, es la verdadera traición a la memoria de los 43”.
El caso Ayotzinapa es más que una tragedia; es un espejo que refleja las miserias de un sistema político que se alimenta del dolor ajeno para sostener sus propias ambiciones. La memoria de los 43 ha sido utilizada, manipulada y, finalmente, abandonada por aquellos que prometieron defenderla. Y mientras tanto, los padres siguen esperando, con la misma dignidad que los llevó a confiar en las promesas, que la justicia finalmente llegue.
Pero, ¿quién les dirá ahora que fueron engañados? ¿Quién se atreverá a mirarlos a los ojos y decirles que su dolor fue solo una herramienta más en el juego del poder? El fuego de Ayotzinapa no solo se apagó; fue sofocado deliberadamente por aquellos que, habiendo conseguido lo que querían, decidieron abandonar lo que ya no era rentable.
Quien tiene ojos, hoy ve que la justicia no llegará de la mano de aquellos que una vez usaron el dolor para ascender, sino de la exigencia que, aunque hoy parece casi muerta, la historia sabrá aquilatar, porque en el tiempo ni las coyunturas políticas ni los intereses del poder borrarán esta cicatriz. Quizá algún día, el fuego de Ayotzinapa sea encendido de nuevo por quienes genuinamente buscan la justicia, creen en la verdad, y estiman la dignidad de los 43 estudiantes y sus familias.
¡Vivos se los llevaron!
La historia no perdonará a quienes traicionaron esa causa, y la sociedad no debería hacerlo tampoco. El silencio, la complicidad, y la traición de aquellos que se beneficiaron del dolor ajeno serán recordados como una mancha imborrable en la historia de México. Y tal vez, solo tal vez, algún día, el país se redima, y el fuego de Ayotzinapa arda de nuevo, esta vez, con la fuerza de una sociedad que no está dispuesta a olvidar, ni a perdonar.