Cada 2 de mayo, el Día Internacional contra el Bullying nos invita a reflexionar sobre una herida que no hemos podido erradicar de nuestras escuelas, de nuestras familias y de nuestra vida pública: la incapacidad de convivir en paz.
El acoso escolar es un fenómeno complejo que nos obliga a pensar, de manera creativa, cuáles son las circunstancias que han propiciado una convivencia alterada por la crueldad, la violencia y la incapacidad de reconocer en los otros a seres merecedores de un trato digno. Una sociedad donde la frustración de niños y adolescentes no encuentra cauces sanos de expresión; donde el enojo se convierte en violencia y donde la diferencia es motivo de exclusión, no puede albergar soluciones pacíficas a problemas emocionales.
Desde mi perspectiva, el acoso escolar es un síntoma, visible y doloroso, pero síntoma al fin, de una dinámica social en la que se ha debilitado la capacidad de enseñar a nuestros niños a gestionar su frustración, a resolver conflictos sin recurrir a la humillación o la violencia, a reconocer al otro como un igual, aunque piense, sienta o se vea distinto. En el fondo, no estamos fallando solo como padres o maestros: estamos fallando como comunidad.
El bullying no es una situación sencilla en la que hay un solo agresor y una sola víctima: es la expresión visible de una convivencia que no funciona, de un entorno que ha dejado de priorizar los valores de respeto, empatía y cuidado mutuo. En esta tragedia sufren las familias de quienes son agredidos y también las familias de quienes agreden; sufren los maestros, muchas veces rebasados, y sobre todo sufren los propios niños y niñas, que crecen atrapados en un círculo de violencia cotidiana.
Cada historia de bullying lleva detrás una historia de soledad, de falta de pertenencia, de falta de herramientas para nombrar y encauzar el dolor. Hoy tenemos una oportunidad —y una obligación— de reconstruir nuestros puentes de encuentro. De volver a enseñar que convivir no es tolerar al otro, sino interesarnos genuinamente por los elementos que nos hermanan. Tenemos que regresar a la sensatez, dejar de aprovechar la polarización para capitalizar, dejar de enardecer, y apostar más bien por la ruta de la sensatez, porque, como sociedad, necesitamos volver a ese encuentro.
El bullying no desaparecerá con discursos ni con sanciones ejemplares. Se erradicará en la medida en que regeneremos nuestras comunidades, nuestras familias, nuestras escuelas y también nuestro diálogo político; en la medida en que recordemos que educar es también, y sobre todo, enseñar a vivir juntos.
Porque cada niño que aprende a lastimar está repitiendo una lección que nosotros, como sociedad, le hemos enseñado y, en ese sentido, es responsabilidad de todos nosotros encontrar una mejor lección.