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Dos conflictos del siglo XXI

Dos conflictos, dos realidades silenciadas: Ucrania resiste; Cachemira arde en silencio. La paz exige más que ausencia de guerra.

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Cinco años después de la invasión rusa a gran escala en Ucrania, y más de 75 años desde la partición del subcontinente indio, el mundo contempla dos conflictos que, aunque separados por miles de kilómetros y contextos históricos distintos, comparten una raíz inquietante: la incapacidad global para gestionar tensiones prolongadas sin recurrir a la fuerza, al silencio o a la indiferencia.

Por un lado, desde el 24 de febrero de 2022, Ucrania ha vivido una guerra que ha dejado al menos 10 millones de desplazados, entre refugiados y desplazados internos, y más de 31,000 civiles muertos, según cifras de la ONU. El país ha visto destruida infraestructura por más de 400 mil millones de dólares, y su economía se contrajo un 29% en 2022, aunque comenzó a recuperarse tímidamente en 2024.

Pero más allá de los números, Ucrania ha emergido como símbolo de resistencia democrática frente al autoritarismo. El conflicto ha fortalecido su identidad nacional, consolidado su giro hacia Europa, y redibujado el mapa de alianzas globales: Finlandia y Suecia ingresaron a la OTAN, Rusia se aferró aún más a China e Irán, y la Unión Europea —en un acto que parecía impensable años atrás— ha abierto la puerta al ingreso ucraniano.

La guerra no ha terminado, y tal vez no lo haga pronto. El frente se ha estabilizado en parte, pero la lucha continúa en el este. Y mientras Ucrania espera que Occidente no se fatigue, Rusia apuesta al desgaste. Es, en muchos sentidos, la guerra de todos, aunque solo unos pocos la peleen en carne viva.

En contraste, el conflicto entre India y Pakistán rara vez aparece en portadas internacionales, salvo en momentos de crisis. Y, sin embargo, es una de las disputas más peligrosas del planeta: involucra dos potencias nucleares, más de 1,600 millones de personas, y una historia cargada de resentimientos.

Desde la independencia y partición de 1947, India y Pakistán han ido a la guerra en tres ocasiones principales, todas relacionadas con la región de Cachemira. Pero en los últimos cinco años, el conflicto ha mutado. No hay guerra abierta, pero hay una represión constante y una tensión que se intensifica bajo la superficie.

Tras la revocación del artículo 370 de la Constitución india en 2019, que otorgaba autonomía especial a Jammu y Cachemira, la región quedó bajo control directo de Nueva Delhi. Según Human Rights Watch y Amnistía Internacional, desde entonces se han incrementado las detenciones arbitrarias, los cortes de internet (más de 400 entre 2019 y 2023, según Access Now), y la presencia militar, con más de 500,000 soldados desplegados, lo que convierte a Cachemira en una de las zonas más militarizadas del mundo.

Pakistán, por su parte, ha mantenido una estrategia de apoyo político y moral a los cachemires, pero ha sido acusado por India —con pruebas controversiales— de apoyar grupos insurgentes. En 2019, el atentado en Pulwama, que mató a 40 paramilitares indios, provocó bombardeos cruzados y el derribo de un avión militar. Desde entonces, los incidentes menores se han multiplicado, aunque sin escalar a guerra formal.

El problema es que la violencia en Cachemira no solo es estructural: es también intergeneracional. Las nuevas generaciones crecen con resentimiento, falta de oportunidades y vigilancia constante. El desempleo juvenil en la región supera el 20%, y muchos jóvenes ven en la resistencia armada o en el extremismo religioso una forma de sentido.

Mientras el mundo mira con atención la guerra en Ucrania —y con razón—, parece haber normalizado el conflicto en Cachemira; esto no quiere decir que ambos sean moral o políticamente equivalentes, pero sí comparten una constante: la lucha por la autodeterminación ahogada por la lógica del poder.

Lo preocupante es que, en ambos casos, el derecho internacional parece estar al margen. En Ucrania, la agresión rusa vulnera principios fundamentales de soberanía. En Cachemira, la represión india contradice compromisos asumidos en foros como la ONU y va en contra de múltiples convenciones sobre derechos humanos.

Hoy más que nunca, la comunidad internacional debería preguntarse qué tipo de conflictos decide visibilizar, y cuáles prefiere dejar en la penumbra. Porque mientras los reflectores están sobre Europa, millones de personas en el sur de Asia viven bajo la sombra del olvido y la amenaza.

La paz no es simplemente la ausencia de bombas, también es la presencia de justicia.

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