En su charla TED El peligro de la historia única, Chimamanda Ngozi Adichie advierte sobre los riesgos de mirar el mundo desde una sola narrativa. El encuadre —el framing— con el que entendemos la realidad funciona como una ventana: depende de su tamaño, de si está sucia o empañada, o de si, convenientemente, decidimos colocarle persianas cuando el clima lo amerita. Asomarse por una sola ventana implica el riesgo de anular otras miradas y experiencias.

El mainstream tiende a unificar. Simplifica, ordena y, en muchos casos, facilita la vida. Pero también concentra poder. ¿Quién decide qué historias merecen contarse y cómo? ¿Quién determina qué voces se amplifican y cuáles permanecen en la periferia? ¿A quiénes les damos fama? Tradicionalmente, han sido grandes empresas las que operan como intermediarias entre los contenidos y los públicos masivos.
Durante décadas, las grandes televisoras definieron qué se presentaba, qué noticia era relevante y desde qué marco debía interpretarse. Ese proceso de adoctrinamiento no es exclusivo de los noticiarios: Hollywood también ha moldeado imaginarios a través de las historias que elige contar y, sobre todo, de quiénes las protagonizan. De ahí la importancia de la representatividad. Sin cuerpos diversos, sin distintas etnicidades ni modelos de belleza, el mensaje implícito es que no todas las personas encajamos.
Un monopolio del entretenimiento puede derivar en el control de los relatos, en detrimento de las audiencias, incluso en un contexto donde existen múltiples plataformas y donde la producción se ha abaratado de forma radical. Hoy, con un iPhone y herramientas de inteligencia artificial, se pueden producir contenidos de alta calidad. Cualquiera puede subir un video a YouTube o publicar en un medio digital, lo que ha horizontalizado la comunicación. Sin embargo, no todo circula, no todo se vuelve viral ni alcanza consumo masivo.
La pregunta sigue siendo la misma: ¿cómo se pasa de la periferia y del consumo de nicho al reconocimiento global? Hackeando el sistema.

En ese terreno aparece Benito Antonio Martínez Ocasio, mejor conocido como Bad Bunny. De trabajar como empacador en un supermercado a llenar estadios con más de 40 mil personas, realizar una residencia histórica en Puerto Rico y, próximamente, protagonizar el show de medio tiempo del Super Bowl. Bad Bunny ha aprendido a usar el sistema a su favor. Se le puede amar u odiar, pero no deja indiferente.
A través de una estrategia de mercadotecnia y comunicación altamente eficaz, ha llevado luchas históricamente periféricas al centro de la conversación: la gentrificación, la identidad puertorriqueña y el debate sobre su estatus político. Al mismo tiempo, ha abanderado la resistencia latina frente a los abusos policiales en Estados Unidos y la defensa de la dignidad económica y cultural de la comunidad latina.
Artistas como Bad Bunny o Taylor Swift han encontrado huecos legales y operativos para reapropiarse de una industria que sigue siendo racista, clasista y misógina, y que privilegia una historia única: la del mainstream blanco, cis, hegemónico y machista. Entran a las entrañas del sistema, lo entienden y lo utilizan a su favor. Como diría José Martí, “vivieron en el monstruo y le conocen las entrañas”.
¿Están generando cambios estructurales en la industria del entretenimiento? Muy pocos. Pero sí sientan precedentes. Revelan el apetito del público por propuestas auténticas y disruptivas, y por figuras que usan su capital simbólico no solo para llenar estadios, sino para asumir posturas políticas claras, sin tibieza (a diferencia de Rosalía y sus declaraciones recientes sobre no tener la “pureza moral” para ser feminista).

No buscan unanimidad ni aprobación total. No piden el voto, pero sí construyen identidad, cultura y sentido de pertenencia. En el caso de Bad Bunny, toma una bandera —literal y simbólicamente— y la ondea. La bandera azul clarito, que para algunos ha significado persecución o muerte, como él mismo relata en La Mudanza. Desde su visibilidad, esa bandera llega hasta nuestra ventana: para observarla, cuestionarla, criticarla o admirarla. Para pensar en ella.
Bad Bunny cierra 2025 como lo empezó: con un éxito tras otro y como una figura no solo popular, sino incómoda, que no deja a nadie indiferente. La libertad del perreo y la calidez de la salsa se cruzan como Puerto Rico y México, como causas que hoy encuentran más eco en la cultura que en la política institucional. Mientras los ideales se diluyen, muchas personas depositan más fe en figuras mediáticas que no solicitan el voto, pero sí ofrecen identidad, narrativa y posicionamiento político.
Y entonces queda la pregunta: ¿se les consume todo… y se lo merecen todo?
